Sabores nuevos pero reconocibles bañan los tragos que pueden disfrutarse en Momus. La coctelería, regentada por Alberto Fernández, el bartender que se hizo un nombre importante detrás del mostrador de lugares como Saddle o Doctor Stravinsky, toma las riendas de un espacio de novísima creación.
El bar, de forma alargada y con dos salas bien diferenciadas, una barra donde poder acodarse cómodamente y un segundo salón con mullidas sillas y mesas bajas, se sitúa entre la Gran Vía y Chueca, muy próximo a la plaza de Pedro Zerolo y de la calle de la Reina, donde otros tótems del copeteo como Del Diego, Cock o Angelita ya han hecho de las suyas en estos años.
La decoración es minimalista pero no deja nada a la improvisación. En las paredes se pueden ver originales de Toni Marco, un artista sevillano que hizo del dibujo y de la recreación de ciudades imposibles una de sus señas distintivas; también hay azulejos que recuerdan a los de cualquier patio andaluz. De todos modos, lo importante acontece a la vuelta de la barra. En ella, Alberto y Laura Perea, la head barmaid que acompaña elaborando cócteles, se lanzan a preparar muchas de las pócimas que luego saldrán. Es como una cocina en miniatura. O mucho mejor, un pequeño laboratorio en el que se intuye la diversidad y variedad de esta rica y magnífica cultura del buen beber.
Lo de Momus, de algún modo, juega con la historia del cóctel y decide reversionar clásicos de siempre. Sin embargo, para ello se vale de técnicas de vanguardia, donde los hidrolatos, los lactofermentados o las deshidrataciones son la norma. Siempre jugando con la sorpresa, pero sin fuegos artificiales. Lo importante de Momus está en la bebida, en unos ingredientes y una manera de acercar el universo líquido a otro estado de conciencia.
Alberto es gaditano y todo eso, la tradición, el humor y la pasión por la calle, el estar apegado a lo que sucede en el día a día, es una constante que se puede apreciar en lo que se va a beber. Hay mucha historia, recuerdos y sapiencia en cada sorbo que se da. Se puede hablar con él de cómo le han inspirado diferentes personajes que han transitado por la ciudad de Cádiz. Aunque, lo mejor es dejarse llevar por la bebida.
Es ahí donde se descubren los riesgos, la invención y el pasarlo bien de un Alberto en un momento creativo especialmente bueno. Mucho de lo conocido en Saddle se lo ha traído a Momus —por cierto, un nombre que se inspira en Momo, Dios griego del sarcasmo y el humorismo—. Es decir, cócteles minimalistas, claros, reconocibles y perfectamente estructurados. A los que sus giros, siempre con ese puntito de desconcierto que le ha acompañado, añaden un valor diferencial.
LOS IMPRESCINDIBLES
Su Espresso Martini es probablemente el mejor de Madrid, con notas ácidas y de regaliz que muy pocos consiguen. Para ello se vale de una melaza de frambuesa negra. Una negrura que obtiene al cocinarla durante siete horas, eso le aporta unos toques especiados sorprendentes. También llama la atención su Kingston Negroni, una variación del popular cóctel italiano, pero con dos tipos de rones (de Jamaica y Antigua y Barbuda), un bitter de Carpano, un amaro hecho por Gabriello Santoni y unas gotitas de Italicus. El garnish es una lima encurtida en vinagre de manzana. Giros, vueltas y reinterpretaciones de ensueño.
El Daiquiri en sus manos, por ejemplo, cobra un sentido mucho más intenso y propio. Tira de pétalos de geranio, caléndulas, malvas y claveles, para deshidratarlos y hacer un ron con ellos. También hay en sus bebidas hojas de higuera o de lima kaffir, zarzamora, uvas o albahaca, suministrados por la huerta familiar que el padre de Laura tiene en Aranjuez.
El entusiasmo y el trabajo también les ha llevado a crear diferentes sodas. Aquí no hay Coca Cola o Fanta. Una de ellas la hacen con te negro, azúcar moscovado, panela, nuez moscada y semilla de cilantro, entre otros ingredientes. Es ideal para un highball con ron o whisky. El concepto tiene un pie puesto muy fuertemente en esa idea ya tan manida de lo gastronómico, aquí sin querer ir de nada. Lo que se agradece. Por último un Manhattan, que ellos llaman Ver, Oir y Callar. Un Manhattan diferente, hecho con ron, con plátano, con mantequilla y con especias. Tirando de ironía y de una mano excelente.
La carta es sencilla, colorida e invita al profano a que se aventure a descubrirla y se deje llevar. Alberto, Laura y el barrio invitan a ello, a pasar un tiempo largo bebiendo, comentando y saboreando. Siempre hay una ciudad imposible donde perderse. Y un bar donde refugiarse, claro.